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BOTÁNICA
Perdiendo el miedo a las malezas en la mesa
A pesar de su parentesco con verduras conocidas como la acelga, y de ser igual de aptas para el consumo, numerosas especies de plantas son rechazadas como alimento
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Tartas, croquetas, salsas y ensaladas. Son recetas por todos conocidas pero que en esta ocasión tuvieron un detalle particular: para su preparación se usaron plantas que se caracterizan por ser malezas. Estos platos fueron ofrecidos durante una charla para alumnos de la escuela secundaria Nº27 de Abasto brindada por Lelia Pochettino, investigadora del CONICET y directora del Laboratorio de Etnobotánica y Botánica Aplicada de la Facultad de Ciencias Naturales y Museo (LEBA, FCNyM) de la UNLP, y parte del equipo de trabajo que la acompaña. La actividad tuvo lugar en el Instituto de Fisiología Vegetal (INFIVE, CONICET-UNLP) en el marco del Día Internacional de Celebración de las Plantas.
La veintena de jovencitos presentes tardó en animarse a probar aquellas “excentricidades”, a pesar de las explicaciones de los especialistas sobre el parecido y parentesco que unen al diente de león, la borraja y la lengua de vaca con verduras de hoja comúnmente consumidas como la acelga o la espinaca. “Son más amargas y duras al masticar, pero es cuestión de acostumbrarse”, relata Pochettino. Y es que, según explica, “las plantas que conocemos hoy fueron perdiendo ciertos rasgos debido a la evolución bajo domesticación”.
“Para nuestro consumo se han ido seleccionando aquellos vegetales con mejores características de sabor y hojas más grandes, tiernas y dulces. Por ese motivo, estas especies se han quedado sin defensas naturales que les permitan crecer de manera silvestre, y por eso es necesario mantenerlos dentro de un sistema de cultivo”, explica la experta. Para incorporar las malezas a la dieta, la mejor opción es “no desecharlas de nuestra huerta orgánica, sino dejarlas crecer en ese ambiente, donde no se tira basura ni lo invaden animales domésticos”, apunta María Laura Pérez, otra de las especialistas.
La actividad con los estudiantes se desarrolló durante una caminata por el predio de la FCNyM, en la que participaron también Noemí Anglese, Patricia Arenas, Natalia Petrucci y Jeremías Puentes, profesionales del LEBA. El grupo ha estudiado entre 30 y 40 especies de las llamadas malezas, que se definen como “aquellas especies que crecen donde no deberían”, aunque en términos ecológicos se habla de plantas ruderales o “que se desarrollan en terrenos perturbados o antrópicos, es decir modificados por el hombre, como puede ser por desmonte o cría de animales”, señala Pochettino.
La época óptima para reconocerlas es la primavera, cuando florecen. Además de las especies mencionadas, otras malezas comestibles muy comunes son el mastuerzo, el amaranto, el trébol, la ortiga, la alfalfa y más. Todas aportan principalmente vitaminas, aunque algunas también proteínas, grasas, carbohidratos, minerales y fibras.
“¿Y por qué su consumo es tan poco frecuente a pesar de ser abundantes?”, se preguntaron los alumnos. “Aquí no hay una estrategia de recolección como la que existe en países europeos, por ejemplo, donde es común salir a juntar malezas, hongos o castañas”, señala Pochettino, y opina: “Una posibilidad es que sea por desconocimiento, pero me parece que también tiene que ver con el modelo productivo que rige, según el cual toda la tierra debe ser cultivada”.
Rebautizarlas como buenezas
En nuestro país, el primero en abordar la temática de las malezas comestibles fue Eduardo Rapoport, profesor de la Universidad Nacional del Comahue e investigador retirado del CONICET, quien en realidad comenzó a estudiar la microfauna del suelo y comprobó asombrado que, mientras en ciudades y tierras cultivadas de Sudamérica prácticamente todos los insectos sobre los que pisamos eran originarios de Europa, en los campos con vegetación natural había mayoría de artrópodos nativos.
En este contexto, se propuso mapear la contaminación por especies botánicas invasoras en Bariloche y alrededores. “Mientras que en áreas del parque nacional la proporción de malezas era del 10%, en el centro de la ciudad alcanzaba el 100%”, relata el científico y asegura que, frente a esta realidad, comenzó a preguntarse qué hacer con tantas plantas silvestres. Así, descontando las medicinales e industriales, se concentró en estudiar posibilidades para las comestibles, mucho menos conocidas.
Para Rapoport, el motivo por el cual en nuestro país su consumo no está tan extendido como debería, es que “se ha perdido la tradición de su recolección”. “Hemos dejado de lado la transmisión oral del conocimiento, en que las madres y abuelas llevan a los niños a recoger plantas utilitarias silvestres, y donde se aprende a reconocerlas y a distinguirlas de las tóxicas. Si no se nos enseña desde chicos, podemos llegar a morirnos de hambre rodeados de alimentos”, señala.
A modo de ejemplo, el especialista cuenta: “En Bariloche, la comida silvestre en campos, baldíos, calles, huertas, jardines y rutas abunda a razón de 300-7000 kg por hectárea, con hasta tres cosechas al año. En el trópico, por ejemplo regiones de México, se registran hasta diez toneladas por ha, y algunas se venden en los comercios”.
En este sentido, el experto asegura que con su trabajo se dedica “a rescatar a las malezas de su mala fama y a difundirlas como buenezas”, y se confiesa fanático de la ensalada de hojas de diente de león con ajo picado fino, de la sopa de acederilla y del pedúnculo floral del cardo hervido y servido con mayonesa.
Por Mercedes Benialgo
Sobre investigación:
Lelia Pochettino. Investigadora independiente. Laboratorio de Etnobotánica y Botánica
Aplicada, FCNyM UNLP.
Eduardo Rapoport. Investigador (R). Universidad Nacional del Comahue.